Un documento desclasificado la semana pasada da nuevas pistas sobre los mecanismos legales que utilizó el gobierno de George W. Bush para justificar la tortura; se habla ya, incluso, de crímenes de guerra.
En una información que a pesar de su peso trascendió poco y pasó relativamente desapercibida en la prensa internacional, el martes de la semana pasada se desclasificó un documento esencial para entender aspectos clave sobre la forma en la que la administración Bush justificó y encubrió actos de tortura en Guantánamo, Irak, Afganistán y la red de cárceles secretas que montó en diversas partes del planeta después del 11-S.
Dos son los temas esenciales sobre los que poco se sabía hasta ahora y sobre los que el documento aporta valiosa información: qué razonamientos legales utilizó el Gobierno para justificar la tortura y quiénes fueron los últimos responsables de autorizarla. Se confirma lo que muchos temían: los implicados están en las esferas más altas del Gobierno.
El documento es un memorando del Departamento de Justicia escrito en marzo de 2003 —días antes de la invasión de Irak— desclasificado la semana pasada a petición de la American Civil Liberties Union (una poderosa agrupación que defiende los derechos civiles por medio de acciones legales).
La opinión, escrita por John Yoo —de la consejería legal del Departamento de Justicia—, y dirigida a los altos mandos del Pentágono, establece, entre otras cosas, que ocasionar daño físico a un detenido no se considera tortura a menos que provoque “la muerte, fallos en los órganos vitales o lesiones permanentes” en los detenidos.
Asimismo, construye una compleja y astuta interpretación legal que justifica y blinda de responsabilidad a aquellos que directa o indirectamente inflingan presión física o mental en los prisioneros.
Los datos conocidos la semana pasada son de gran relevancia porque contradicen de manera frontal tanto la tesis mantenida hasta ahora por la administración sobre quién es el responsable último así como la justificación que ésta ha dado sobre qué fue lo que motivó las torturas.
Hasta el día de hoy, el Gobierno sostiene la teoría de las manzanas podridas: se trata de unos cuantos casos aislados que no son representativos del resto. Su estrategia de defensa se ha basado en negar cualquier tipo de participación de la cúpula —militar y política— y responsabilizar de los hechos a miembros del ejército de bajo rango —ningún alto mando ha sido procesado hasta la fecha—.
En un editorial publicado el viernes, el New York Times decía que con frecuencia se puede saber si alguien considera que sus acciones son equivocadas por los grandes esfuerzos que hace por racionalizarlas. “Necesitaron 81 páginas de razonamientos legales torcidos para justificar la decisión del presidente Bush de ignorar la ley y los tratados internacionales y autorizar el abuso y tortura de prisioneros”, señala el periódico neoyorquino.
Se trata, continúa el Times, “de un memorando que pareciera haber sido obtenido de los archivos olvidados de un régimen autoritario que no debería tener cabida en los anales de Estados Unidos. Es una lectura obligatoria para cualquiera que tenga dudas sobre si el abuso de prisioneros fue un acto aislado o una política intencionada de la administración”.
La desclasificación del memorando coincide con la publicación de un espléndido reportaje sobre el mismo tema en la edición de mayo de la revista Vanity Fair.
Titulado The Green Light y firmado por el profesor británico Philippe Sands, se trata quizá de la investigación más amplia y exhaustiva (parte del libro The Torture Team del mismo autor y de próxima aparición) realizada hasta la fecha sobre el papel que jugaron los altos mandos del Gobierno no sólo en la autorización de la tortura sino en cómo prácticamente incentivaron a sus subalternos a que la practicaran.
Así, por ejemplo, Sands documenta cómo en uno de los primeros memorandos que circularon en 2002 que exploraba los límites de las técnicas coercitivas permitidas, Donald Rumsfeld, entonces Secretario de Defensa, le dio el visto bueno a un paquete de medidas y, con su propio puño y letra, escribió en el margen del documento: “yo paso entre ocho y 10 horas diarias de pie; ¿por qué proponen que los detenidos sólo pasen cuatro?”.
El artículo de Sands nos lleva al comienzo de la historia de la tortura y demuestra con extensa documentación hasta qué punto mandos de alto nivel —tanto en el ejército como en el Departamento de Justicia— tienen responsabilidad sobre las atrocidades cometidas.
En entrevista telefónica, Sands me comentó que uno de los aspectos más sorprendentes de la historia que investigó es la forma en la que el Gobierno atropelló los consejos y recomendaciones de agencias como el FBI y el personal militar en Guantánamo y persistió en su deseo de poner en marcha técnicas de interrogación agresivas e ilegales.
Sobre los tres candidatos que buscan suceder a Bush, Sands me comentó que recientemente les formuló tres preguntas que serán cruciales para saber qué camino sigue Estados Unidos después de Bush: “¿prohibiría el uso de métodos de interrogación ilegales —incluyendo a la CIA—? ¿retiraría la inmunidad a cualquiera que haya estado involucrado en los interrogatorios forzados? y, finalmente, ¿cerraría Guantánamo?”. Los candidatos aún le deben sus respuestas.
Sands cree que lo que sabemos hasta ahora sobre el tema es sólo la punta del iceberg y no considera muy lejana la posibilidad de que un país acuse formalmente a algún miembro del gobierno de Bush de crímenes de guerra.
Acusar arbitrariamente a Estados Unidos de ser un régimen déspota y torturador lo puede hacer cualquiera; investigar, documentar y apuntar el dedo a aquellas manzanas podridas que en realidad son responsables, en cambio, no.
David Addington, William Haynes, Dick Cheney, Douglas Feith, Alberto Gonzales, o el propio George W. Bush. ¿Quién será el primero?